Santa Marta DTCH

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viernes, 3 de octubre de 2014

La Colombia mágica de Carlos Vives

 
El primer contacto de Carlos Vives con los indígenas de la Sierra Nevada estuvo signado por el miedo. Como todos los niños de Santa Marta, miraba con recelo a aquellas misteriosas personas que vestían y hablaban raro. Pero después, cuando fue más volantoncito y pasaba los días en las playas de El Rodadero jugando fútbol, pudo acercarse a ellos de otra manera. Los veía llegar a Mi Ranchito, un restaurante que se convirtió en hotel de paso cuando bajaban de la Sierra. Por fin, pudo comunicarse con ellos y empezó a adentrarse en su mundo místico. El miedo dio paso a la admiración y a una relación que marcaría para siempre su música. Allí, en ese sitio, en la bahía de Gaira, recibió su primera aseguranza.

Por eso el viaje de Cromos empezó justamente en la Sierra Nevada. De la mano del mamo arhuaco Camilo Izquierdo fuimos a Katansama, un sitio de reunión de su comunidad, cerca de la desembocadura del río Don Diego, para conocer de primera mano la verdadera historia de las aseguranzas. Un incomprendido rito que los “blancos” asumen como un seguro de vida y que para los indígenas tiene, en realidad, otro significado: un compromiso para cuidar la Sierra, conservar la madre tierra y recuperar el planeta.

Vives siempre lleva su aseguranza. No es un agüero, tal vez sea la forma de agradecerles a los hermanos mayores por haberle permitido entrar a su mundo, a su música. Como aquel día que escuchó por primera vez el Chicote, una especie de mantra al son de acordeón recitado en su idioma que los arhuacos entonan en sus fiestas. Ese día, Carlos empezó a descubrir que el vallenato tiene mucho de indígena y que su música siempre estaría ligada a estas comunidades.

La travesía siguió por Plato, Magdalena, en busca de la historia del hombre caimán, aquella leyenda que se hizo canción y que pareciera morirse ahogada en el bochorno de este pueblo de pescadores y comerciantes. “Existen muchas versiones —dice Carlos—, pero nadie conoce la real. Yo la monté con mi banda en Cumbia House y la presento los fines de semana”. Ese esfuerzo vale la pena, porque el festival creado en honor al hombre que se volvió caimán no se realiza hace cuatro años y la única evidencia que subsiste en Plato es un par de estatuas ya cuarteadas que se resisten a desaparecer, como la leyenda.

El recorrido por los recuerdos del cantante samario nos llevaría después a Sucre, siguiéndoles el rastro a los cantos de vaquería, aquellos versos que curtidos jinetes entonan durante largas jornadas para llevar el ganado a través de la sabana. Vives recuerda haberlos escuchado en su niñez, en una finca ganadera de un tío cerca de Santa Marta donde solía pasar vacaciones. “En esos cantos descubrí la musicalidad del vallenato, que se fundiría con las historias que los juglares llevaban de pueblo en pueblo. El vallenato tiene mucho de ese costeño finquero”, concluye Vives.

Ya para no salir de la costa Caribe, la siguiente parada se haría en la media Guajira, en Manaure. El objetivo fue escudriñar los secretos de tejedoras wayuu, esas mujeres que durante siglos han seguido al pie de la letra una tradición de plasmar en sus artesanías los colores y las figuras que reflejan su entorno y cosmogonía. Visitando las rancherías, afectadas por la falta de agua potable y alimentos, descubrimos cómo un puñado de indígenas decidió utilizar su sabiduría con los hilos, las agujas y los telares para ayudar a salvar a sus niños de la muerte.

De su vida universitaria en Bogotá, cuando recorrió los sitios de rumba y descubrió en Ramón Antigua la forma de ganarse cada semana los concursos de canto para llevarse dos botellas de aguardiente, Vives rescató al Brujo, un negro de mostacho y boina que entonaba como nadie los boleros y que encantaba a los asistentes hasta el amanecer con sus relatos fantásticos traídos desde el río Atrato. Por eso el siguiente tiquete en este viaje fue para Quibdó.

Allí fuimos develando la fantástica historia de un hombre que cursó hasta cuarto de primaria, pero que se ganó el mote de Brujo, porque de sus manos empezaron a brotar verdaderas obras de arte desde muy niño: canciones escritas en una caligrafía impecable e irrepetible, guitarras, bongós, timbales, piezas de orfebrería, carrozas gigantes con movimiento. Alfonso Córdoba murió en 2009 a los 83 años, dejando una huella profunda en la musicalidad en su departamento.

Pero para que el viaje fuera completo había que pasar por nuestras selvas de la Amazonia. Vives propuso, entonces, una travesía para descubrir en Santiago, Putumayo, los sitios que inspiraron la obra de su amigo y tocayo, Carlos Jacanamijoy. ¿De dónde podría salir semejante explosión de color? La respuesta se encuentra en esta travesía por los lugares que marcaron la infancia del maestro Jaca.

De allí fuimos a La Chorrera, un lugar con ingratos recuerdos por la masacre cometida por ingleses y peruanos, que asesinaron sistemáticamente cerca de setenta mil indígenas para extraer del corazón de la selva el caucho, el oro blanco, sobre el que rodaría el progreso de la humanidad, tras la invención del automóvil. En una misteriosa maloka, a la luz del fuego del mambeadero encontramos al cacique Noé Siake, el último ocaina que habla la lengua ancestral de su pueblo.

La travesía culminó en Bogotá, la capital que ha visto nacer cientos de artistas. La movida bogotana, así la llamaron en los años 60, cuando nacían grupos de rock y la música protesta encontraba su público y la salsa se abría espacio en el frío capitalino. Un grupo de amigos de Vives, que compartió con él ese movimiento, reconstruyeron la historia al sabor de una cena en Gaira.

Así se completó un recorrido por ocho ciudades, ocho lugares que invitan a pensar, como lo dice Vives en su editorial, en una Colombia fantástica, humilde e incluyente, que vive en la paz de sus canciones.

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