Santa Marta DTCH

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sábado, 2 de noviembre de 2013

Sierra Nevada de Santa Marta

 
Unos minutos antes del alba, cuando el cielo está despejado y los destellos anaranjados del sol aún no se diluyen en el horizonte, hay una confluencia de bellezas desde lo alto de la Sierra Nevada de Santa Marta. Para llegar a estas cumbres, más que estado físico, hay que tener decisión espiritual. No hay más que treinta y ocho kilómetros en línea recta entre la playa y los picos nevados, lo que es muy poco para subir hasta los cinco mil setecientos setenta y cinco metros de altura que los separa y con los cuales se recorren todos los pisos térmicos.

Desde este faro de roca que se alza sobre el mundo, se contempla una algarabía de colores. A lo lejos, el azul imposible del mar Caribe, formado por los pixeles del oleaje, como si fuera una piel de añil que se ondulara. Es imposible asimilar que el mar esté tan cerca, en pleno trópico, cuando las botas se clavan en la nieve perpetua. Siete días antes los pies descalzos se quemaban en las arenas calientes de las playas del parque Tayrona, durante los preparativos de escalada a La Citurna, El País de las Nieves, como la llamaban los Taironas. No hay necesidad de hablar, el lenguaje del paisaje basta, con su sintaxis perfecta y el vocabulario infinito de sus formas. De un vistazo el Caribe se vuelve arena y roca. El azul se convierte, con sólo girar unos pocos grados la mirada, en el ocre dorado de la Guajira, un mar de arena que hierve y se vuelve espejismo. El desierto calcinado visto desde el desierto congelado. Con otro giro de este caleidoscopio, el ocre de la Guajira besa con unos labios difusos el verde de las llanuras y sus cactáceas que reverberan en la canícula, como el guamacho, la candelabra o cardón de higo, la tuna y varios tipos de acacias espinosas que se convierten en pastos interminables en donde se alimenta el ganado a sus anchas.

Más abajo, hacia el departamento del Cesar, los dividivis, ricos en los taninos que se usan para curtir cueros, marcan el ascenso sobre las estribaciones secas de la montaña, mientras enjambres de abejas carpinteras zumban atraídos por las flores ricas en polen. Junto al dividivi, el palo de Brasil abre, desafiante, sus flores, en la lucha por reproducirse y sobrevivir a la tala de su madera dura, flexible, roja como las brasas, lo que sirvió para que los primeros portugueses que llegaron a Brasil lo apodaran “oro rojo de Brasil”. Molido servía para dar color a las telas de terciopelo de las cortes europeas y, talladas, para hacer los arcos de los violines y violonchelos que se oían en los grandes salones. En este suelo de la sierra, en esta botánica arrebatada, el oro rojo del Brasil es una de las florescencias que más deberían celebrarse.

Al otro lado de la llanura del Cesar, la dentadura de la serranía de los Motilones, que hace frontera con Venezuela, parece una ola enorme, congelada en roca y verdura. Y antes de que pase el alba, la mirada alcanza también para abarcar la Ciénaga Grande de Santa de Marta, antigua desembocadura del río Magdalena. Todo eso se avista desde aquí, desde esta escultura colosal de la Sierra Nevada de Santa Marta. Doscientos millones de años se necesitaron para que esta cuña de roca ubicada entre fallas geológicas se encaramara hasta tales alturas. Desde el período del Pleistoceno, hace apenas cien mil años, ha conservado más o menos la forma que hoy vemos, aunque las fuerzas que la siguen levantando de su cuna de placas tectónicas que se desplazan y entrechocan, siguen en pugna, segundo a segundo, con la erosión que quiere llevarse de nuevo a la sierra cañada abajo, por todos los cursos de agua que alimentan seiscientas ochenta microcuencas y que la lamen poco a poco, casi a la misma velocidad a la que crece, hasta convertirla en sedimentos que van llenando las llanuras y las playas.

Cuando el sol enciende las nieves, empieza a desnudarse un derroche de vegetación, de rocas y de agua en todas sus formas, desde el hielo y la nieve hasta el agua salada del mar, pasando por la niebla y el agua dulce de las quebradas que se vuelve espuma y rocío en las cascadas. Allí, en una grieta de la roca donde gotea un casquete de hielo, ocurre un hallazgo que es una maravilla, una de tantas que hay en este universo: una pequeña planta se aferra como sobreviviente en un medio imposible. Al asombro le sigue otro más: la explicación que da un botánico, miembro de esta excursión de Savia: algunas plantas criptógamas están por ahí, como las algas, aunque ya no se usa esta clasificación que habla de una costumbre un tanto aburrida desde nuestro humano y mundano punto de vista: son plantas que no tienen una forma de reproducción sexual aparente o que no producen flores. Pero todo es una calumnia, me explica con una sonrisa, ya que se trata de todo lo contrario: las fanerógamas, o sea las que tienen órganos sexuales vistosos, a los que llamamos flores, son las que lo hacen al escondido, allá adentro, en el tubo polínico, mientras que las otras lo hacen directamente en el agua, sin pudores, aunque en lo micro. Aquella zona de nieve como rosada, me dice, señalando unos metros más allá, delata la presencia de algas que se protegen de los rayos ultravioleta con un pigmento rojo. ¿Y cómo hacen para soportar el frío intenso? La naturaleza todo lo resuelve: las plantas tienen una sustancia anticongelante que aumenta la temperatura interna en varios grados.

Descender de la cumbre de la sierra es sentir la nostalgia por la nieve, tan escasa en Colombia. A los cinco mil cien metros de altura se sale del llamado “orobioma nival”. Este es un bioma o comunidad ecológica especial, asociado a las montañas, y que suele presentar una forma de cinturón o faja al cambiar con la altitud. A medida que se desciende, todavía en la zona del superpáramo, entre los cinco mil cien metros y los cuatro mil doscientos, la vegetación empieza a verse más, aunque sigue siendo escasa. Quizá muchos no apreciamos la importancia de estas plantas y lo fuertes que son. Siempre pensamos que son ramitas insignificantes que podemos pisar sin remordimiento, cuando la realidad es que llevan años tratando de elevarse apenas un centímetro. Puede que no tengan la exuberancia de una heliconia o la majestuosidad de un caracolí o de un macondo, símbolo sagrado para los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta, pero son seres resistentes que tienen que lidiar con uno de los climas más inhóspitos del planeta.
 

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