Santa Marta DTCH

.

martes, 7 de agosto de 2012

La ruta de Gabriel García Márquez



Aquí vivió, allí escribió, aquel otro lugar lo inspiró. Consciente del genio que dio a luz, Colombia cuenta en sus calles la vida y obra de Gabriel García Márquez tanto como él la contó. Su hijo preferido vive hoy en México DF, ciudad que eligió para su retiro, pero al sumergirse en el calor húmedo del Caribe, las paredes coloniales de Cartagena, la carnavalera Barranquilla o la verde y universitaria Bogotá, el camino se hace también entre las letras del escritor. García Márquez navegó el río Magdalena, cantó vallenato, vistió guayaberas, leyó las crónicas de siglos pasados, visitó las ciudades de su país y las espió desde afuera en sus exilios, olió sus flores, de las más conocidas del mundo, y caminó sus calles cargadas de historia. Las mariposas de colores extraños cruzan la vista con frecuencia, y el color amarillo –de la buena suerte para los colombianos, indicio de lo negativo para los Buendía de Cien años de soledad– aparece en paredes, vestimentas, alimentos.

“Miren a toda esa gente..., y después dicen que uno fue el que se inventó a Macondo”. Era mayo de 2007 y el escritor volvía después de 24 años a Aracataca, la agobiante ciudad de Magdalena que lo parió en la zona bananera del país. Allí nació, fruto del matrimonio entre el boticario del pueblo y la hija de un coronel, escuchó las enseñanzas de su abuela, “la mamá grande” y recorrió los lugares en los que sus padres se enamoraron. Hoy, mientras los pobladores más ancianos guardan anécdotas de su infancia, los jóvenes deben conformarse con una réplica de la casa en la que nació el escritor (la original fue demolida). El pueblo intentó durante años cambiar su nombre al que GGM eligió en Cien años de soledad. “Esta palabra (Macondo) ha atraído mi atención desde los primeros viajes que había hecho con mi abuelo, pero sólo he descubierto como un adulto que me gustaba su resonancia poética”, dijo él alguna vez sobre el término. Pero el pueblo tuvo que resignarse a la historia y seguir con su nombre real. La Gran Estación, la biblioteca Remedios La Bella, la Casa del Telegrafista y el Camellón de los Almendros son algunas de las paradas que se pueden hacer en la “Ruta de Macondo”, que une Aracataca y la caribeña Santa Marta.

En la vera de la costa, aun debajo de la sombra de distinguidas palmas de cera, el calor abruma. De las radios sale el acordeón del folklore y las caderas se aprietan para acompañar el ritmo. Santa Marta es una ciudad candente, algo descascarada, con gente de ropa ajustada. En el barrio Mamatoco, detrás de un centenario samán, aparece la Quinta de San Pedro Alejandrino, en la que el Libertador Simón Bolívar vivió los últimos once días antes de su muerte por tuberculosis pulmonar. Ese casco residencial, hoy amarillo, aparece blanco en las letras de El general en su laberinto, en el que se relatan los tiempos finales del político nacido en Venezuela. La carreta en la que llegó desde Bogotá, los patios que apenas transitó y la habitación en la que su médico lo acompañaba en su soledad hacen viajar al libro de GGM, hasta que un imponente edificio blanco, que eleva la frase “Colombia al Libertador” hace regresar a la realidad de 2012.

El olor de la nostalgia. La Plaza de la Inquisición de Cartagena de Indias tenía sentado a GGM en alguno de sus bancos, tomando apuntes, con la vista en los árboles o el monumento a Bolívar. O durmiendo. En “Yo no vengo a decir un discurso”, su última publicación –en la que relata sus memorias–, el cataquero cuenta una noche que tuvo que quedarse aquí a dormir por no tener para el adelanto de la pensión; José Palencia, su amigo más acaudalado, aún no había llegado, ni tampoco Zapata Olivella, el otro con quien emprendía la mudanza después del “Bogotazo” para seguir con los estudios de derecho en la Universidad Tecnológica de Bolívar y comenzar a escribir en el diario El Universal. Apenas entrar a la ciudad amurallada, la relación con el El amor en los tiempos del cólera sacude la vista. Bajo los pórticos de la primera cuadra se suceden carros ambulantes que ofrecen malvaviscos, galletas y postres caseros. Huele a frutos secos, guarapo y coco. Es “el portal de los dulces” pero también “el portal de los escribanos”, esa parte del pueblo portuario donde Florentino Ariza, protagonista de ese libro, vivía. Unas cuadras hacia arriba aparece el Convento de Santa Clara, construido en el siglo XVII, devenido en hotel cinco estrellas y sitio en el que el periodista es testigo del hallazgo de los restos de Sierva María de Todos los Ángeles, la niña de cabellos rubios de Del amor y otros demonios. Sin ese estilo colonial, la propia casa de GGM llama la atención por su extrañeza con respecto al entorno: paredón a la calle, color bordó, resguardo de la intimidad contra las ventanas abiertas del resto del barrio. Ese fue su refugio en varias etapas de su vida, y el muelle de la Bahía de las Ánimas es el lugar que le despierta la nostalgia: “Uno se sentaba a conversar bajo las estrellas de la madrugada, mientras los cocineros maricas, que eran deslenguados y simpáticos y tenían siempre un clavel en la oreja, preparaban con una mano maestra el plato de resistencia de la cocina local: filete de carne con grandes anillos de cebolla y tajadas fritas de plátano verde. Con lo que allí escuchábamos mientras comíamos, hacíamos el periódico del día siguiente”, cuenta en sus memorias.

Aquella seguidilla de bares y librerías sobre la calle San Blas, en Barranquilla, ya no existe. La bohemia de los años ’40 y ’50 de la gran ciudad portuaria de Colombia se reunía entre el mediodía y la noche a conversar. Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda Samudio, Germán Vargas y Gabriel García Márquez, entre otros, discutían los pasares de la vida en esas tertulias. De esos lugares queda solo uno, en la calle 43 de la ciudad: La Cueva. Al entrar, un simple bar de barra oscura y mesas pequeñas. En el fondo, una sala en la que cuelgan retratos del grupo, algunos escritos, un video que repasa esos años. Una cueva en el tiempo. Aquellas tardes también resurgen en las paredes del Museo del Caribe: la sala GGM se oscurece, proyecta animaciones de fragmentos de sus textos, cuelga fotos familiares, exhibe sus artículos publicados en El Heraldo. Sobre el escritorio están las réplicas de sus máquinas de escribir, ésas que él golpeó hasta Cien años de soledad, cuando se pasó a la computadora. En los estantes están de pie sus libros y discos, todo aquello que lo inspiró. Pero Barranquilla lo acogió de joven también, cuando él viajaba desde Aracataca –donde vivía con sus abuelos– a conocer a sus hermanos que acababan de nacer allí, ciudad que acogía a sus padres. Ya adolescente, asistió al colegio San José, colaboró con algunos diarios y comenzó su primera novela, La hojarasca.

El carnaval de Barranquilla también lo desveló: en 1950 firmó una carta a la ONU a su favor. “Por fin, después de haber vivido un año entero sometidos a la fastidiosa vigilancia de la cordura, llega el instante en que se nos garantiza el derecho a volvernos locos. Quizá no tendría ninguna gracia el carnaval; quizá pasaría inadvertida esta etapa febril, si no fuera porque cada uno de nosotros, en su fondo, siente el diario aletazo de la locura sin poder darle curso a su secreto golpear, a su recóndito llamado”, escribió sobre la fiesta en El derecho a volverse loco.

“En este pueblo García Márquez escribió su primer poema”. Dicen en Zipaquirá, la ciudad de la sal, un municipio a 50 kilómetros de Bogotá, donde una novia generó sus primeras creaciones en verso. A los 13 años ingresó al Liceo Nacional para cursar su secundaria. Más allá de esas letras y las caricaturas con que se reía, conoció a un personaje que después reconoció incluyente en su formación: “A mi profesor Carlos Julio Calderón Hermida, a quien se le metió en la cabeza esa vaina de que yo escribiera”, le dedicó en las primeras páginas de un libro que le regaló a “el profesor ideal de Literatura”. En ese colegio también pronunció uno de sus primeros discursos en público, al despedir a la clase un año mayor que la suya: su tercera frase fue: “Yo no vengo a decir un discurso”.

La ciudad sin mujeres. La capital colombiana le tiene reservado a su nombre un edificio repleto de libros, sobre todo, de autores de América latina. El Centro Cultural Gabriel García Márquez fue encargado por el Fondo de Cultura Económica al arquitecto bogotano Rogelio Saltona –quien le construyó su casa de Cartagena– y en el barrio histórico de La Candelaria funciona como punto de encuentro cultural. Junto a sus abuelos vivió en esta capital y aquí estudió derecho. En aquellos años de universitario, en 1947, leyó una nota en el suplemento literario del diario El Espectador que aseguraba que “las nuevas generaciones de escritores no ofrecían nada”. “A mí me salió entonces un sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de generación y resolví escribir un cuento, nomás por taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda (...). Me senté y escribí el cuento, lo mandé a El Espectador. El segundo susto lo obtuve el domingo siguiente cuando abrí el periódico y a toda página estaba mi cuento con una nota donde Eduardo Zalamea Borda reconocía que se había equivocado, porque evidentemente con ‘ese cuento surgía el genio de la literatura colombiana’ o algo parecido”, recordó después en su texto Cómo empecé a escribir. Después de ese primer cuento publicado partió a Cartagena, y cuando volvió a la capital lo hizo como corresponsal de Prensa Latina y junto a su esposa Mercedes, en una de las residencias más largas que tuvo en su país hasta que partió al exilio en México, después de ser acusado de financiar al grupo guerrillero M-19. El dúplex que compartió allí la pareja estaba decorado de la misma manera que sus otras casas en Cartagena, París, La Habana, Nueva York e incluso la actual de México DF. “Yo llegué solo a Bogotá, en 1943. A las cuatro de la tarde. A la estación de la Sabana. ¿Tú sabes que me han hecho muchas entrevistas y me han preguntado siempre cuál es la ciudad que más me ha impresionado en el mundo? Creo que las conozco casi todas y siempre contesto lo mismo: ¡Bogotá! Es la ciudad que más me ha impresionado y que más me ha marcado. Mi llegada a Bogotá. Esa tarde. Una ciudad gris. Toda cenicienta. Con lluvia, con unos tranvías que cuando cruzaban por las esquinas echaban chispas e iba todo el mundo colgado. Todos los hombres estaban vestidos de negro. Con sombrero, y no había una sola mujer... ¡No había una sola mujer en la calle!”, aseguró en una entrevista de 1977 a El Espectador, y reflexionó: “Recuerdo perfectamente la primera llegada a Roma, la primera llegada a Nueva York... sí, pero ninguna me ha impresionado nunca tanto como la de Bogotá...”.

Por Daniela Rossi

Compartir

Twitter Delicious Facebook Digg Stumbleupon Favorites More