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domingo, 12 de junio de 2022

Consejos para viajar a Ciudad Perdida, el 'Machu Picchu' colombiano


Al otro lado del río Buritaca están las 1.200 empinadísimas escaleras que nos llevarán a Ciudad Perdida. Hemos necesitado más de dos días de caminatas por senderos destapados, embarrados y sinuosos para llegar, minutos después del amanecer, a este punto.

Las ‘mulas borrachas’ –como hemos llamado al grupo de viajeros, más por tercos que por fuertes, y sí, por bebedores– nos quitamos las botas para cruzar descalzos las aguas frías y cristalinas del río que desciende por la Sierra Nevada de Santa Marta y desemboca en el mar Caribe. Los caminantes atraviesan uno por uno, agarrados de una cuerda delgada, el caudal tranquilo y poco profundo. “En época de lluvia el río puede llegarte hasta la cintura”, dice Dennys Higuita, nuestra guía.

La Sierra Nevada es un sistema montañoso ubicado en el noroccidente de Colombia que se eleva abruptamente desde las costas del mar Caribe hasta alcanzar, en apenas 38 kilómetros, cumbres nevadas de más de 5.700 metros. Los picos Colón y Bolívar están tan cerca del mar que, en días despejados, pueden verse desde las playas de la región.

Ciudad Perdida parece haber sido la sede del poder político de los más de veintiséis poblados taironas que estuvieron ubicados en la parte alta de la cuenca del río Buritaca. Santiago Giraldo, antropólogo experto en el lugar, afirma que sus viviendas más antiguas datan del 650 d. C., y las más recientes, de entre el 1200 y el 1600 d. C. El Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH) supo de la existencia del lugar en 1976 y, luego de restaurarlo, lo abrió al público en 1981. Por su valor arqueológico y cultural, se lo conoce popularmente como el ‘Machu Picchu colombiano’.

Este es uno de los trekking más cotizados en Colombia y es la única forma de llegar. En recorridos guiados de cuatro, cinco o seis días, los visitantes caminan cerca de 60 kilómetros en jornadas diarias de 8 horas que se inician antes del alba y terminan al caer el sol.

Los senderos ascienden de 200 a 1.200 metros y pasan por comunidades campesinas e indígenas. Y atraviesan los ecosistemas cambiantes de la Sierra Nevada, este inusual sistema montañoso que en sus cerca de 16.500 km² alberga todos los pisos térmicos: desde bosque seco tropical y bosque montañoso húmedo hasta páramos y morrenas glaciares.

Quienes han llegado primero celebran el arribo de los que terminamos después. “¡Lo lograste!”, me dicen, y alzo los brazos en señal de victoria. Celebro porque el ascenso es realmente duro, sobre todo para personas sedentarias como yo.

Dennys, la guía, nos entrega el pasaporte para recorrer el lugar: “Estimado visitante: al entrar al Parque Arqueológico Teyuna-Ciudad Perdida, usted recorre un sitio sagrado”. No visitamos solo los vestigios de una civilización antigua, sino el sitio donde honraban a sus dioses.

En Ciudad Perdida la comunidad local, integrada por campesinos e indígenas, se ha organizado para ofrecer servicios turísticos en torno a su patrimonio arqueológico, cultural y natural. Según Corpoteyuna, organización que promueve el turismo en el territorio, más de 3.500 personas se benefician directamente de la actividad y se ocupan en distintas tareas de la operación turística. El dinero generado se convierte en ingresos para la comunidad local y en cuotas que se pagan, por visitante, a organizaciones de campesinos, comunidades indígenas y para el ICANH: administrador del lugar. Parte de estos recursos se invierten en bienes de uso público, como el arreglo de vías, la limpieza del sendero y la construcción de puentes peatonales para cruzar ríos y quebradas. Cada visitante debe pagar $1’400.000, en promedio, por todo el viaje, incluidos alimentación y hospedaje.

El grupo se dispersa para observar los primeros anillos y terrazas de piedra que aparecen en el camino. Fueron levantados con cortes a las laderas sobre los cuales se construyeron estructuras con lajas de piedra para crear muros de contención en los bordes y taludes en la parte alta.El efecto de la pandemia

El número anual de visitantes estaba aumentando rápidamente en los años previos a la aparición del coronavirus, gracias al liderazgo de la comunidad local, a la implementación desde 2014 del programa público ‘Turismo, Paz y Convivencia’ y a la firma en 2016 del acuerdo de paz entre la guerrilla de las Farc y el Gobierno nacional.

Corpoteyuna calcula que en 2015 hubo 13.833 visitantes y en 2019, 27.435, lo que significó un crecimiento del 100 por ciento en cuatro años. Pero en 2020 el número se desplomó a 7.518, ya que el lugar cerró al público por más de nueve meses y el turismo cayó en Colombia y el mundo, en plena pandemia.

El inicio de 2021 no mejoró mucho: según David Salas, gerente de Expotur, uno de operadores turísticos autorizados, entre enero y febrero de 2021 el número de viajeros que su empresa acompañó a Ciudad Perdida cayó 90 por ciento frente al mismo periodo del año anterior. Lo mismo ocurrió con los otros operadores turísticos.

Sin embargo, en el segundo semestre del año, el volumen de visitantes aumentó hasta llegar a cerca del 60 por ciento de lo que fue en 2019, con una prevalencia de turistas nacionales, algo atípico para un destino acostumbrado a que entre 8 y 9 de cada 10 visitantes fueran extranjeros.

Desde diciembre de 2021, dice Dennys, el número de personas que visitan a diario Ciudad Perdida está casi al nivel visto en 2019, y los extranjeros han retornado a la ruta, sobre todo estadounidenses y canadienses.

El recorrido continúa por Piedras, un sector residencial donde se levantan chozas circulares en piedra, barro y hojas de paja que emulan las que existieron cinco siglos atrás y que, antes de su abandono, llegaron a albergar entre 1.500 y 2.000 personas. En este sector hoy vive Rumaldo, el Mamo o líder espiritual de los koguis –una de las cuatro comunidades descendientes de los taironas que habitan la Sierra Nevada–, con su familia. De acuerdo con su cosmovisión, los habitantes de la Sierra son los Hermanos Mayores: encargados de mantener el equilibro energético del mundo y de corregir los desastres que cometemos nosotros, los visitantes: sus Hermanos Menores.
Antes de irnos, Jimena, hija del Mamo, nos pone una pulsera blanca de hilo delgado con tres cuentas de colores que, según ella, limpiará nuestra energía y proporcionará buena salud. Agradecemos el bonito detalle.

Los campamentos que albergan a los visitantes guardan este espíritu rústico y modesto; sus estructuras suelen ser de madera y tejas de zinc, y están dotados con las instalaciones mínimas para comer, dormir y asearse: comedor y cocina, zonas con hamacas y camarotes, baños con duchas y sanitarios, colgaderos de ropa, y venta de productos básicos de alimentación y aseo. Algunos de los campamentos están levantados en las orillas de los ríos, de manera que los visitantes se pueden bañar al terminar exhaustos las caminatas del día. Antes de apagar las luces a medianoche, los caminantes conversan emocionados sobre las experiencias del día y aprovechan para tomarse unos tragos y hacer amigos bajo el arrullo del cantar de animales invisibles que despiertan cuando cae la noche.

En los campamentos hoy se duerme tranquilo. Atrás han quedado los días en que secuestraban viajeros, sonaban los fusiles y las montañas estaban repletas de plantaciones ilegales de marihuana y coca. El turismo ha desplazado al narcotráfico como sector económico principal del territorio y Ciudad Perdida se ha convertido en uno de los ejemplos más destacados de Colombia en turismo como instrumento para el desarrollo territorial y la construcción de paz.

Ciudad Perdida se ha vuelto a encender luego de los meses estáticos que trajo el covid-19 y que obligó a su comunidad a buscar otras fuentes de ingreso tanto en el campo como en las ciudades. Por fortuna, dicen los locales, hoy vuelven a depender del turismo, la actividad que más disfrutan, pues les permite caminar por sus tierras, conocer gente de otras partes y recibir ingresos suficientes.

Dennys acelera el paso para llegar al Eje Central, el último sector, aquel cuyas estructuras circulares en distintos niveles han sido convertidas en el ícono por excelencia de Ciudad Perdida y que son la imagen que más se repite en la mente de quienes oyen hablar del lugar.

“Esta zona probablemente concentraba el poder político y social, y se utilizaba como sitio para la realización de rituales y encuentros”, dice la guía, señalando desde la parte alta de la montaña las estructuras que vemos más abajo.

El grupo se dispersa por los caminos y las terrazas para disfrutar del lugar y tomarse las fotos que pronto inundarán las redes sociales.

Al cabo de tres horas recorriendo la antigua ciudad de los taironas y el sol sobre nuestras cabezas, debemos emprender el camino de vuelta a El Mamey, la vereda situada a dos horas por tierra de Santa Marta, donde se inicia y termina el recorrido. El retorno nos obligará a descender los 1.200 escalones que nos trajeron hasta aquí. “Si subir es agotador, bajar es doloroso”, pienso, al sentir punzadas en la rodilla derecha con cada paso que doy. Entre lo que resta de hoy y mañana –el cuarto y último día–, recorreremos en sentido contrario el mismo trayecto.

Avanzo orgulloso y emocionado por haberme ganado con el esfuerzo propio de mis piernas el honor de caminar por la ciudad sagrada y llevarme como tesoro la certeza de que Colombia, con el esfuerzo de su gente y el apoyo del Estado, puede pasar la página de la violencia y construir un futuro de paz.


Fuente: EL TIEMPO

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