Santa Marta DTCH

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martes, 7 de mayo de 2019

Santa Marta, una visita que va más allá del mar


“En una playa dormida, bajo una sierra sagrada, la tarde dulce vestida de mil estrellas doradas. Era la tierra de un hombre de una cultura dorada que se perdió entre la guerra, las nubes y fue olvidada”. Este fragmento de la canción La Perla de Carlos Vives, que despierta el amor de los samarios por su tierra, me dio la bienvenida a la capital del Magdalena.

Tal como lo dice Vives, esta ciudad tiene un mar sereno para los que buscan descanso, pero también es el hogar sagrado de comunidades indígenas resguardadas y escondidas por años. Cuando me dijeron: “¿qué quiere conocer de Santa Marta?”, lo primero que pensé fue: “lo olvidado”. Y así fue.

En las entrañas de la Sierra

A las 9:05 a. m. arrancamos nuestro camino por la vía La Guajira en un jeep 4x4 hacia el interior de las faldas de la Sierra Nevada de Santa Marta, el sistema litoral más alto de Colombia y un lugar único en el mundo. Vamos a conocer a la comunidad Gotsezhy, un pueblo indígena wiwa que hace parte de los cuatro grupos étnicos que viven alrededor de la Sierra. 

Atravesamos una carretera destapada llena de subidas y bajadas rodeadas de pura vegetación. Al fondo se ve el majestuoso mar reducido a una delgada línea azul que se confunde con el cielo. 

Niñas descalzas, vestidas de blanco y con sus mochilas colgadas desde la cabeza se atraviesan en el camino. Arregacé Gil, un indígena wiwa que va a mi lado en la camioneta, habla con su esposa Marta Gil en el idioma damana, su lengua nativa. Escuchar su conversación comienza a ser parte de la experiencia.

El paisaje que nos encontramos tras una hora de recorrido se podría enmarcar en una postal: dos niños indígenas nos reciben con una sonrisa, detrás de ellos pasa un burro suelto y al fondo se puede observar un par de casas donde habitan algunas de las 50 familias wiwa que viven en este pueblo. 

En esta zona no se pueden hospedar los turistas, por ende, Arregacé y Marta nos llevan al lugar destinado para intercambiar el conocimiento con ellos. Para llegar allí hay que subir a pie por un camino que abre la selva. No toma más de 15 minutos lograrlo.

Esta comunidad de indígenas por décadas prohibió la entrada de los ‘santalos’, el término que utilizan para referirse a las personas blancas o extranjeras. “Esa palabra significa que ustedes son un espíritu del azul, pues el primer santalo que llegó venía de la parte azul, es decir, del mar”, cuenta Arregacé sentado en una de las bancas de madera del comedor que tienen adecuado para los visitantes. 

“A nosotros nos enseñaron que era malo comercializar un lugar que es sagrado para nosotros”, continúa Arregacé mientras mastica ayu (hoja de coca) combinada con la cal que extrae de su poporo, un elemento simbólico y tradicional que solo pueden usar los hombres de la comunidad. 

Ahora, según explica él, decidieron abrir sus puertas para enseñar su cultura y tener ingresos para invertir en una educación que refuerce la cultura entre los pequeños. El encargado de transmitir los conocimientos ancestrales es el mamo aprendiz José Miguel Gil, quien nos recibe con una fogata en el kiosko donde realizan las ceremonias de la comunidad.

El sonido del río es cómplice de sus indicaciones: “Vamos a cerrar los ojos y reflexionar. A purificar nuestro cuerpo y alma, concentrándonos y entregando toda la energía negativa la ciudad”. 

Una manilla blanca de algodón en nuestras muñecas nos indica que ya estamos ‘limpios’ y listos para intercambiar saberes con él. “Por 20 años estuvimos reservados haciendo más fuerte nuestra cultura. A nuestros abuelos tuvimos que convencerlos de dejar entrar a los santalos, pues ellos guardaban mucho resentimiento por todo lo que los colonos nos quitaron”, cuenta Gil. 

Después del encuentro con el mamo, emprendimos una caminata de 20 minutos hacia la quebrada El Encanto. Este plan es perfecto para refrescarse y buscar algo de aventura, pues los más arriesgados pueden lanzarse desde el nacimiento de la cascada cuyas aguas alteran la calma del pozo Matuna. 

En el camino que recorrimos para llegar hasta allí encontramos elementos que permiten vislumbrar algo de lo que ha sido la historia reciente para ellos. En medio de la vegetación , por ejemplo, vimos una de las prensas que usaban los indígenas para machacar la marihuana que vendían en los años 70 durante la bonanza marimbera. 
También vimos restos de los laboratorios de producción de coca, la actividad que durante años fue la única fuente de ingresos para la comunidad indígena. Incluso, aún es posible ver uno de los huecos que cavaron para esconder la producción cuando eran allanados por las autoridades.

“Después de que todo esto acabara tuvimos que buscar algo para hacer y por eso le apostamos al turismo”, dice Arregacé mientras retornamos hacia la comunidad. Ese, en definitiva, es el proyecto de los Wiwa, pues como nos contó el mamo, el plan hacia el futuro es convertir el turismo en una tradición. Aunque no buscan un turismo masivo, sino más bien uno selecto que esté dispuesto a conocer con respeto la naturaleza que es sagrada para ellos.

Al fabricar productos como mochilas y manillas, las mujeres indígenas como Marta buscan lograr la independencia económica de sus esposos.

El recorrido de la comunidad Gotsezhy termina con arte. Manillas de todos los colores, mochilas grandes, pequeñas, pintadas con rayas o figuras ancestrales cuelgan de unas tablas de madera que conforman la estructura de la cabaña donde las mujeres Wiwa se encargan de tejer las artesanías que le venden a los turistas. 

La mayoría de ellas, al principio, no confiaba en que sus tejidos podrían llegar a venderse. “Cuando empezamos este proyecto éramos como Noé con su barco, nadie pensaba que iba a funcionar”, cuenta Marta sentada en un banco preparando con delicadeza y experticia el hilo con el que hará su próxima mochila, un trabajo que dura entre 2 y 3 meses.

En las comunidades indígenas de Colombia es común ver que las mujeres son tímidas, poco hablan con los visitantes y su trabajo se limita a la cocina o a la artesanía. Marta está intentado cambiar este panorama dentro de la comunidad Wiwa y además del turismo, su meta ahora es empoderar a las mujeres para que ellas, con la venta de sus propios tejidos, generen ingresos que les permitan independizarse económicamente de sus esposos. 

“Ver que los productos que hacemos son llamativos para los turistas no es normal para nosotras, pero saber que es así nos llena de ánimo. Por eso cuando se me acercan las más jóvenes de la comunidad a decirme ‘yo no puedo’ yo les digo: ‘tu sí puedes, acércate a inténtalo’, hazlo por tus hijos, para sacarlos adelante”. 

Esas palabras de Marta, acompañadas de una sonrisa en su rostro, causan lágrimas y aplausos entre los que las estamos escuchando. Verla hablar así hace que todo este recorrido y viaje hacia lo profundo y escondido de la Sierra valga completamente la pena.

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