Santa Marta DTCH

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lunes, 11 de diciembre de 2017

El mundo macondiano que se esconde en la costa norte del país


Sopla una fuerte brisa que mueve, a su paso, los árboles frondosos que se ubican a lo largo de la vía. Las mariposas amarillas revolotean en el viento de un lado a otro, y algunas se sitúan sobre los vidrios panorámicos de los carros, que con afán buscan llegar a su destino.

El sol radiante y la Sierra Nevada de Santa Marta posan majestuosamente para las fotografías de los turistas que por primera vez admiran la postal que inspiró las letras de Gabriel García Márquez, y quizá también las de grandes compositores musicales como Rafael Escalona y Leandro Díaz. 

Esta es una ruta costera, natural y arquitectónica envuelta en melodías vallenatas, una ruta que se pierde entre los afanes de los viajeros que buscan los destinos que se venden en los folletos turísticos. En ella aparecen ríos, playas concurridas y solitarias, palmeras, muelles, rieles de trenes, música, literatura, edificaciones de distintas épocas y una gastronomía exótica. 

Gafas de sol, bloqueador y traje de baño son requisito para nuestra primera parada, el río Guatapurí. El mismo que se desliza desde la Sierra Nevada y baña a la ciudad de Valledupar. Ese que guarda la leyenda de Rosario Arciniegas, una niña que se convirtió en sirena al zambullirse en sus aguas cálidas, un Viernes Santo.

Por la tarde puede escuchar el relato nostálgico de Cecilia Jiménez en su casa de bahareque, de palos entretejidos que se unen con una mezcla de tierra húmeda y paja. La que nos transporta a 1966, año en que fue construida. En ella se conservan los enseres de la época. En su terraza, Poncho Zuleta armaba sus parrandas para celebrar los lanzamientos de sus discos. 

Y antes de seguir el recorrido debe ir al centro artesanal Calle Grande, ubicado a dos calles de la plaza Alfonso López, donde podrá comprar las mochilas tejidas hilo a hilo por las manos de las mujeres indígenas de la región, wayús y arhuacas. Además de cuadros de sus territorios, esos cuyas pinceladas se trazan a ritmo de vallenato. 

En La Junta, César, una ventana marrón, de madera, cuya vista se asoma a la quebrada El Salto, recibe a diario a los turistas que van tras el rastro de Diomedes Díaz. Es la misma ventana que el ‘Cacique de La Junta’ mencionaba en las canciones que dedicó a su enamorada Patricia Acosta.

En San Juan del Cesar usted podrá adentrarse en la gastronomía típica y exótica de la región, de la mano de La Gran Petra Gámez, quien lleva más de 40 años deleitando a los habitantes y visitantes. Chivo, conejo, iguana guisada en leche de coco, arepa con chicharrones, sopa de mondongo, entre otros, hacen parte de la oferta de este emblemático restaurante. De estos platos han disfrutado artistas vallenatos como Jorge Celedón e Iván Villazón. El menú, cualquiera que desee elegir, tiene un valor de 12.000 pesos. 

Y después de haberse deleitado con un manjar, lo espera el cielo riohachero. El que se viste de colores amarillos, rojizos y anaranjados al atardecer para engalanar a la capital de La Guajira, esa que se encuentra de frente, a diario, con el mar Caribe. Su malecón, ubicado en la avenida Primera, está rodeado de mochilas y artesanías, palmeras, restaurantes y una iglesia de arquitectura imponente. Este paisaje se disfruta mejor con un coco frío en mano. 

Un monumento al realismo mágico se ubica en el centro de su plaza. Y es que Riohacha es la puerta para acceder a otros destinos que llevan a redescubrir la magia de nuestro país, como por ejemplo el Cabo de la Vela. 

Entre las montañas se esconden el mar azul y las fuertes olas, la arena blanca y la inmensidad. Un paraíso escondido, así es Palomino –otro de los mágicos destinos–, un corregimiento del municipio de Dibulla, en La Guajira. Este es el nuevo refugio, sobre todo de extranjeros que buscan alejarse del turismo masivo y convencional. 
Se ubica a 75 kilómetros de Riohacha, atravesando la troncal del Caribe. Una vez en la vía principal del pueblo, debe adentrarse unos 500 metros, por una estrecha carretera en tierra. Desde ahí comienza el encanto. 

A lo largo de la calle se asoman letreros en español e inglés que anuncian servicios de hostales, restaurantes, piscinas, zona de campin, hamacas, cabañas, hoteles. Platos vegetarianos, yoga, masajes, clases de surf y tours turísticos hacen parte de la oferta. Hay para todos los gustos, para los aventureros y los tradicionales. 

Antorchas, caracoles, música caribeña, decoraciones coloridas y canoas conforman la belleza de este lugar. Después de disfrutar de su estancia en el ‘paraíso’ puede llegar a Aracataca, un municipio ubicado en medio de una gran zona bananera donde podrá visitar “más que la casa de Gabo, la casa de un pueblo”, como reza el museo de Gabriel García, y así conocer en vivo lo descrito por el Nobel en Cien años de Soledad. 
En medio del pueblo, un tren de carbón se moviliza a lo largo de la carrilera. Justo a su lado se ubica la antigua estación del tren, desde donde puede evocar aquellos vagones en los que se embarcaban los pasajeros con sus camisas blancas y sus vestidos de flores.

Mientras recorre esta fascinante ruta, le recomendamos detenerse en los ríos que se encuentran en el camino, disfrutar de la oferta de pescados y mariscos, del chivo, la yuca y el suero. No se olvide de escuchar vallenato y bajar el vidrio del carro, a ratos, mientras disfruta de los aires de la Sierra, del mar, de las quebradas, de las letras y composiciones literarias y vallenatas que viajan en cada soplo.

Fuente: El Tiempo

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