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domingo, 22 de junio de 2014

Vida deL ilustre hijo de Ciénaga, Guillermo Henríquez

 
Guillermo Henríquez nació el 10 de julio de 1940 en Ciénaga. Una caligrafía severa, trazada con fina tinta azulosa sobre la superficie de un brillante papel sellado proclama su pertenencia a la aristocracia criolla del norte del Magdalena. Sus padres: Félix Henríquez y Helena Torres, cienagueros ambos.

La Segunda Guerra Mundial amplía sus fronteras de muerte al nacer Guillermo. El traslado de las hostilidades de las tranquilas aguas del Atlántico a las airadas aguas del mar Caribe significó el cese de los flujos de comercio intercontinentales.

La interrupción del comercio sumió en la ruina a una región dependiente de la actividad exportadora bananera. Las élites locales habían olvidado vivir, en casi medio siglo de banano, sin los dólares sonantes de la United Fruit Company. Los obreros tampoco sabían hacer nada distinto a cultivar y cosechar bananos. Las arcas públicas estaban postradas.

Dos años después no se exporta un solo racimo de banano. Desaparece el consumo suntuario de las élites y la masa de obreros espera ociosos en pueblos y fincas.

En Ciénaga y Santa Marta, a falta de mejores entretenciones, sin cartas que mover en las mesas vacías, las familias que habían vivido en Europa comentan los acontecimientos bélicos al pie de sus aparatos de radio o espían en los cielos sin nubes algún dirigible extraviado de continente. Todos sueñan con el fin de la guerra y la vuelta de la United Fruit Company.

Su historia en una historia más grande

Revisar la historia de Henríquez, como habrán adivinado, equivale a pasar revista a la historia de las familias más antiguas de la vieja Gobernación de Santa Marta. Su familia cuenta entre sus miembros de leyenda a la libertadora María Concepción Loperena y al navegante y cultivador de tabaco sefardita Jacobo Henríquez de Pool, hombre de la West India, y quien murió en Ciénaga tal vez en 1864, habiendo procreado en distintas partes del litoral y el Caribe a más de setenta hijos. La primera, amiga cercana de Bolívar, le facilitó, si la historia no exagera, los 300 caballos con que el héroe iniciara su guerra en el bajo Magdalena. El segundo, más calculador en los negocios, un curazaleño que recaló en las ásperas costas del mar de Ciénaga gracias a los esquinazos de un vendaval, según otra leyenda, Jacobo, astuto e informado, que negociaba en Riohacha y Cartagena, pronto descubrió las ventajas de hacer de Ciénaga, a mediados del siglo XIX, el centro de sus nuevas operaciones, el cultivo y exportación de tabaco y la venta de mercaderías importadas. Inició de esta manera, en Ciénaga y Santa Marta, el antiguo tratante de rones y esclavos, la historia de una prole numerosa de la que desciende en línea directa el padre de Guillermo. Un hijo de Jacobo emparentó con una nieta de la Loperena, unión de la que nació Manuel Antonio Henríquez Díaz Granados, el abuelo de Henríquez, quien murió en Ciénaga en 1939.

La familia más cercana

Las familias más inmediatas a él, las de sus padres, residen en Ciénaga desde mediados del siglo XIX, vinculados a la agricultura, el comercio, el gobierno y la buena sociedad. Un tío abuelo suyo, Pepe Torres (Ciénaga 1872-1962), nunca ocultó que en la casa solariega de su adolescencia –principios de 1890– se formó la sociedad cienaguera que controlaría el poder al entrar el siglo XX. Allí, en la sala espaciosa, entre pianos y partituras, al calor de valses y música popular, la futura élite aprendió a bailar, a conversar a sotto vocce y convenir provechosas alianzas matrimoniales.

Félix Henríquez, heredero de casas y fincas, ofició como un próspero hombre del banano. Vivió, en los buenos años mozos de la familia, en la Bélgica de la bruselitis, donde el muchacho obtuvo un legítimo título de comercio. Helena Torres, a su vez, descendiente de los Torres Macías, se educó en Willemstad, en colegios de rígidas monjas carmelitas que fracasaron en la batalla de erradicar de los genes de la impulsiva niña la afición a las cartas.

Las cifras de la desolación

Ninguna fortuna sólida queda de los años del espejismo bananero, excepto una media centena de casas levantadas en las estrechas calles del derruido Centro Histórico de la tierra natal de nuestro personaje. Algunas de estas antiguas casas de mampostería pertenecieron a sus abuelos y varias de ellas son anteriores a los esplendores del banano.

Inmunes al abandono, dignas en sus soberbias líneas vencidas, superiores a sus blasones oxidados, sostienen con estoicismo sus muros de argamasa, sus pesadas arcadas y sus balcones de bailarinas.

En el ala de una de ellas, aceptablemente conservada, vive ahora Henríquez, entregado a la confección de sus memorias. Nadie como él conoce estas arquitecturas en sus pompas y quebrantos, en sus secretos de sangre, en sus iras y frustraciones.

Pasos iniciales de un niño bien

Henríquez, que alcanzó a gozar de los privilegios de la familia Henríquez Torres, estudió en colegios de Santa Marta (Seminario San José) y Cartagena (La Esperanza). En la Universidad Nacional, en la fría Bogotá de principios de los sesenta, empezó Sociología, carrera que abandonó para iniciarse en el oficio de anticuario, una profesión más lucrativa. A finales de esta misma década, con buenos ahorros en la bolsa, marchó a Barcelona para dar forma a sus viejos deseos juveniles de pintar un poco, hacer teatro experimental y escribir algo. Los álbumes, atiborrados de fotos, de recortes de la prensa catalana, confirman que durante estos años intensos pintó poco, hizo bastante teatro con el grupo Gogó, de Barcelona, y escribió El cuadrado de astromelias, pieza en la que actuó y a cuyo estreno exitoso asistió su primo lejano Gabriel García Márquez.

Entonces, al principio de un periodo feliz, almorzaba todos los jueves en casa de Gabo, una visita puntual que les servía para poner en limpio la historia de las viejas familias de Ciénaga y Santa Marta, algunos de cuyos miembros habían inspirado pasajes de Cien años de soledad. La relación cambió, según sus propias palabras, la misma noche del estreno de El cuadrado de astromelias, porque al futuro Nobel no solo no le gustó la puesta en escena sino que le aconsejó al primo de Bruselas tomar el destino de los pinceles, su otra afición conocida.

Estos años de su intensa vida europea coinciden con el declive de la fortuna familiar en Ciénaga. La muerte, además, nunca mezquina, alcanza prematuramente a su padre, Félix Henríquez, una tarde que veía un partido de fútbol de la Selección Colombia. Es una tragedia devastadora que obliga al hijo dramaturgo que triunfaba en Europa a regresar a las calles salitrosas de una Ciénaga que, siempre azarosa, había encontrado en el comercio de marihuana una salida a las nostalgias de los mejores años bananeros.

El autor famoso que regresa de Europa

Tuve noticias de él justo por estos años de la segunda mitad de los setenta. El entonces promisorio joven intelectual, actor y autor teatral, oficiaba de catedrático de Historia del Arte o de Teoría Estética en el San Juan del Córdoba, colegio en el que yo hacía mi bachillerato en la jornada vespertina. Había regresado de un segundo periplo en Barcelona y se comentaba, en los pasillos del colegio, que había escrito dos nuevas obras de teatro, aparte de que traía la firme idea de editar El cuadrado de astromelias.

Tengo viva memoria del Guillermo de esos años. Siempre va bien vestido, luce gorra de doble visera y porta finos lentes de sol a través de los cuales contempla los verdes cielos y las calles inservibles de la antigua aldea de sus emprendedores antepasados. Su figura resulta inconfundible en el atrio de la iglesia San Juan Bautista o a la salida del bullicioso colegio de bachillerato en medio del revoloteo de sus picantes alumnos de últimos años, algunos de ellos interesados en aprender los muchos secretos de etiqueta que él refinara en una Europa en donde aprendió a hacer de chef, mesero, guía turístico y ayudante de golf, oficios que le permitieron estudiar en la Escola D’ Art Dramatic Adria Gual, de Barcelona, y financiar sus saltos de vacaciones a Francia, Suiza o los Alpes italianos.

Algo sabía de sus escritos periodísticos y de su famosa obra, que permanecía sin publicar. Las emisoras locales de cuando en cuando pasaban entrevistas suyas sobre algún tema cultural. Junto con Elías Eslait, Haime A-Correa, Ángel Paz y otros amigos imponían un cierto aire de distinción en una ciudad que vivía para entonces patas arriba al ritmo que le marcaba el traqueteo marimbero con su ola de camionetas ruidosas y pistoleros descamisados.

Inicios y avatares de una amistad

Curiosamente nos conocimos en Barranquilla, si bien para 1982, a la muerte de mi abuela, me fui a vivir a casa de mi tío, que quedaba justo diagonal a la residencia de su señora madre Helena Torres. Yo estudiaba Economía en la Universidad del Atlántico y él dictaba unas tediosas clases de Teatro en Bellas Artes y vendía con mucho entusiasmo en los ratos libres, que eran los más, antigüedades a las familias emergentes de una Barranquilla en franca expansión de las razas. Sucedió un mediodía, en inmediaciones de la iglesia del Carmen, un poco venida a menos. Yo buscaba la casa de una novia y él y su primo, el impecable Haime A-Correa, a quien igual conocía de vista y en su sofisticada pintura de santos mediterráneos, huían de las inclemencias del sol en dirección del estudio de este último.

Henríquez me reconoció. “Hola, tú por aquí”, me saludó antes de presentarme a Haime, vestido, como siempre lo he visto, de impecable ropa blanca, jamás huraño. Sabía que yo intentaba escribir. Mi tío Jesús Racines, muy amigo suyo, lo había puesto al corriente de semejante novedad. Intercambiamos direcciones y quedamos en que hablaríamos en Ciénaga un fin de semana en que coincidiéramos. Haime, muy amable, sin elevar la voz, me puso a las órdenes su estudio.

La literatura le dio forma a una amistad de muchos años. Para mí fueron años en los que entré en contacto, revisando los viejos baúles de pirata de su familia, con parte de la historia íntima de Ciénaga y Santa Marta, valioso material que me permitió más tarde edificar mi obra literaria sobre bases más o menos sólidas. Fueron años en los que me hizo igualmente partícipe de fobias y manías persecutorias que aún mantiene intactas.

Participé con Guillermo y Javier Moscarella en la formación de algo que los dos llamaron El Círculo de Escritores de Ciénaga, algo que no pasó de ser una pomposa denominación, pero que sirvió para soltar carreta, intercambiar libros y beber bien con amigos de otras ciudades como Germán Vargas, Rafael Humberto Moreno Durán, Germán Espinosa y el mismo Ramón Bacca, quien una noche de principios de 1987, en casa de Henríquez, con asistencia de Germán Vargas y un excelente arroz de lisa de por medio, fue declarado Príncipe Absoluto de la Baraja.

Debo indicar que fue Guillermo quien me convenció de llevarle mis cuentos iniciales a Germán Vargas a la discreta y elegante oficina de este en EL HERALDO, algo que hice a principios de 1984. Tenía dudas de ir al periódico. No porque tenga alma de tímido o porque no creyera en mí. Sencillamente jamás pensé que Germán Vargas, indiscutido patriarca de las letras del país, me fuese a recibir sin más preámbulos. Para sorpresa mía y disimulada furia de Guillermo, Germán me acogió entre sus protegidos, me lanzó como cuentista el mismo año en las páginas del Suplemento Literario de EL HERALDO y premió algunos de mis cuentos, incluso mi novela Las manchas del jaguar (Premio Nacional de Novela Montería, 1987), libro que también saludó y comentó en alguna revista de la capital del país.

Guillermo se quejó entonces de mi buena suerte y de su mala estrella. Su obra seguía esperando el empujón de alguien como Germán, me hizo ver, pero, sin más, aparecía alguien para ganarse el lugar que correspondía a otros tal vez, pero solo tal vez, por edad y trayectoria. Celebró el premio otorgado a Las manchas del jaguar, cuyo borrador conocía, me acompañó a recibirlo a Montería, pero, poco después de salir la edición (agosto de 1988), me hizo saber, una noche en la Plaza del Centenario, que él también podía escribir novelas, y empezó a escribir una que alcancé a leer en un par de versiones: Agotadas las localidades (1991), la que permanece inédita, suerte que comparte con Tierra Alta, que data de 1993. A pesar de refunfuñar, de soltar puyas, de quejarse como nadie, había aceptado, a petición de Javier Moscarella, rector para la fecha del Infotep de Ciénaga, escribir la nota de contraportada de Las manchas del jaguar (Medellín, 1988). Le devolvería el favor, un par de años después, al prologar su libro de cuentos Historia de un piano de cola (1989).

Una obra en parte inédita

Henríquez es autor de una obra amplia, dispersa, inédita en buena medida, que abarca el teatro, la crónica histórica, el cuento, la novela y la investigación cultural. Destaco de toda su obra literaria El cuadrado de astromelias (1980) y Marta Cibelina (1982), piezas significativas de su producción teatral, textos en los que recoge las veleidades, extravíos y delirios de una sociedad cienaguera decadente, atada sin remedio a viejos mitos de traspatio. En la misma línea de este teatro alucinante y sarcástico figuran sus cuentos “Las queridas del diablo”, “Historia de un piano de cola”, El jinete azul”, “Las lágrimas de la araña”, “Poster” y “A lo oscuro metí la mano”, relatos transgresores, experimentales, carnavalescos, que celebran los esquinazos de la vida y los cuales aguardan mejores ediciones, aparte de la atención de la crítica especializada, que apenas sí ha reparado en ellos.

Es autor además de dos libros polémicos, laberínticos, hijos legítimos de sus fobias incurables y sus afanes desmitificadores. El misterio de los Buendía (2003) y Cienagua: la música del otro valle (2013). El primero, un trabajo demencial de tres décadas, pretende desentrañar el entramado histórico-cultural de Cien años de soledad para probar con abundosa documentación la filiación que cada personaje de la famosa saga macondiana guarda con miembros de su enmarañada y andariega familia Henríquez. El libro, valioso en información, irremplazable en fuentes poco conocidas, infidente en intimidades miles, tiene un enorme valor para los estudiosos, si bien resulta irrelevante saber qué o cuál familiar suyo prestó sus atalajes a qué o cuál personaje de la maravillosa novela de Gabo. Esta empresa, quijotesca, propia más de un personaje de ficción que de una criatura terrenal, vale para asomarse a la mente de un hombre que encuentra en el desquite fuerzas creativas inimaginables. El enjundioso volumen, pese a su sesgado propósito central, a su inocultable tinte racial y de clase, a muchas de sus caprichosas afirmaciones, quedará en la historia como un texto vital a la hora de adentrarse en el estudio de las mentalidades de las sociedades de referencias más inmediatas de Cien años de soledad. Es un bocado que cualquiera quisiera novelar y sin vuelta de página un insustituible diván para quien intente escribir algún día la biografía del gran Guillermo Henríquez. La conclusión que El misterio de los Buendía propone desde el mismo subtítulo molesta. El afán de reducir la novela máxima de Gabo a la historia de la familia Henríquez priva a la investigación de un destino más elevado. El segundo trabajo, nacido en las mismas fuentes vindicatorias, pretende derribar el mito de la música denominada vallenato. Allí propone que tal denominación constituye una manipulación interesada en ocultar la rica música popular costeña anterior –de la que se nutre, que lo explica en términos históricos–, y de manera especial de la producida en Ciénaga, Santa Marta y sus alrededores, centros económicos, políticos y culturales de mayor importancia a principios del siglo XX que la hoy pujante Valledupar. La música del valle de Cienagua es, en su hipótesis, la verdadera matriz del vallenato. El alegato persigue esclarecer algo que entiendo ya nadie discute: la importancia histórica de la música popular costeña en la formación de la música de acordeón. La investigación, aguda a momentos, rica en información, pierde las alturas a la que estaba destinada debido al insoslayable propósito de colocar a Ciénaga, a sus músicos y a la legendaria familia Henríquez en el centro mismo de la querella. Queda la incómoda impresión de que Cienagua: la música del otro valle es un libro escrito para mostrar, además, que la grandeza musical de Guillermo Buitrago Henríquez, indudable precursor de la música de acordeón, le viene directo de su pertenencia social y sanguínea a la familia grande del legendario Jacobo Henríquez de Pool. Para abundar en esta línea de ascendencia rescata a cuanto Henríquez quiso o tocó con alguna fortuna un violín, una guitarra, un piano o un acordeón. El libro, pese a algunos despistes metodológicos, goza de toda una tribu de seguidores en la Región Caribe, hecho que paga cada uno de los diez años que empleó en prepararlo.

De vuelta a la casa de todos

Hará un par de años que Guillermo vive de nuevo en Ciénaga, en la parte baja de una casa de altos la calle 7 que la familia Henríquez conserva. Según una buena fuente, Guillermo escribe el segundo o tercer tomo de sus memorias, que constituyen, a decir de mi informante, una suerte de historia cultural de la Ciénaga de la segunda mitad del siglo XX. Escribe todos los días, de diez de la mañana a cuatro de la tarde, hora que marca el principio de su infaltable paseo a las playas del mar de Ciénaga –ceniciento, espumoso y sucio– sobre las que posee legítimos títulos de propiedad afectiva.

Nacimiento de un personaje

Guillermo Henríquez no nació en Ciénaga en julio de 1940, fecha en que también nació el Gran Rey Pelé en algún suburbio de Brasil. Nació más bien y para la ficción el día que tomó la irreversible decisión de ser él, Guillermo Henríquez, más importante que una obra a la que consagró desvelos y furias. A los 74 años, que cumplirá en un par de meses, el hombre sigue sin dar el brazo a torcer.

La polémica es el único combustible que precisa para ser. Sin esta materia inflamable su vida intelectual (y personal) carece de cualquier sentido, aunque igual la prive de la sensatez que la misma exige. Transpira para cazar peleas y para declarar guerras a nombre de una patria chica cuyos merecimientos ha exagerado. Posee, asimismo, un sobrado talento para inventar conspiraciones y conspiradores este digno hijo de la Ciénaga belicosa de antes, una Ciénaga que armaba y peleaba guerras ajenas, negada muchas veces a aceptar sus culpas y sus extravíos.
 

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