Santa Marta DTCH

.

jueves, 15 de octubre de 2015


Cortesía EL TIEMPO. 

Al mototaxista Israel Padilla le inquieta que por estos días haya demasiadas trinitarias marchitas en Ciénaga. Para su abuela supersticiosa, dice, esa es una mala señal. Quizá se malograrán muchas cosechas, o quizá escasearán las oportunidades de trabajo.

Cuando se le pide que explique el pálpito de su abuela, Padilla tartamudea. Eso sí: asegura que ella casi nunca se equivoca. En estos pueblos si un viejo ve indicios de peligro es por algo.

–¿Peligroso que el verano arruine la vegetación?

El hombre camina entonces por el pasillo angosto y se detiene frente a una bóveda recubierta con flores secas. Se retira el casco protector, guarda las llaves de la motocicleta en un bolsillo. Casi todos los árboles se deshojan en verano, dice, pero las trinitarias son resistentes. Por lo general lucen frescas aunque el sol esté muy bravo, y además se reproducen de manera silvestre, así que tiene sentido el mal augurio de la abuela.

Padilla guía a dos forasteros en su recorrido por el cementerio San Miguel. Uno de ellos empieza a hablar del clima. Anoche leyó un catálogo turístico según el cual la temperatura promedio en Ciénaga es de treinta y cuatro grados Celsius. Con tamaño calor se muere hasta un cactus.

–Pero este fogaje –interrumpe Padilla– es como de cuarenta grados.

Los turistas han venido al cementerio porque quieren conocer la tumba de Guillermo Buitrago, afamado cantante que murió de tuberculosis cuando apenas tenía veintinueve años. Buitrago grabó la canción que, según los expertos, ha sonado más veces en la radio colombiana: 'La víspera de Año Nuevo'.

Pese a que murió en 1949, aún es aclamado por los melómanos. Sigue inspirando documentales, libros biográficos, tesis académicas. Se le rinde tanto culto, en parte, por su muerte prematura. Como su canto se oye aquí y allá aunque él sea invisible, tiene una presencia mítica en la vida de todos. Además dejó un repertorio sabrosísimo que pasa sin tropiezos de una generación a otra. Sus vallenatos, grabados con un fondo sobrio de guitarras, lucen más elegantes en medio de la ruidosa música de acordeón que se hace hoy. Y son entrañables porque no le llegan a la gente a través de las fiestas públicas sino en la convivencia con sus mayores.

Israel Padilla se declara orgulloso de Buitrago y de sus otros paisanos reconocidos en la música. Entre ellos nombra a los compositores Andrés Paz y Eulalio Meléndez, autores de canciones populares como 'La piña madura', 'El caimán', 'Compae Mono' y 'La cumbia cienaguera'. Hace un momento señaló varias bóvedas de guitarristas destacados. Si van a escribir sobre el pueblo, sugirió, empiecen por ellos.

–¿Por qué?

–Ciénaga es tierra de músicos, compadre.

–¿Y qué decimos de los músicos cienagueros?

–Que son los mejores, dicho por los que saben.

La visita al cementerio tiene otro propósito: conocer las tumbas de los extranjeros que arribaron a Ciénaga a principios del siglo XX. Los turistas estuvieron ayer donde el historiador Guillermo Henríquez, quien usó el adjetivo “colosal” para calificar esas inmigraciones. Entonces había un barrio llamado “Piccola Italia” y otro, “Marsella”.

Padilla ha señalado en las lápidas los apellidos italianos y franceses mencionados por Henríquez: Contalcure, Gentile, Morelli, Anicciárico, Feoli, Celia, Dangond, Lacouture, Lafourie, Retat.

–Si van para el cementerio –había dicho Guillermo Henríquez–, fíjense en los apellidos extranjeros.

–Italianos y franceses, ¿cierto?

–Y de otros lugares. Aquí llegó gente de todos lados.

Los turistas han ido descubriendo esos apellidos durante el recorrido: Zawady y Hazbún, árabes; Müller y Schelleger, alemanes; Heilbron y Schmulson, judíos; Prens y Birlith, de Curazao.

Muchas de estas familias necesitaban, simplemente, un lugar donde mantenerse a salvo de los genocidas que asolaban a sus países. Venían huyendo de invasiones y pestes. En Ciénaga el sol parecía más inclemente que en cualquier otro lugar del planeta, pero todo el que se arrimaba a su resplandor tenía cabida. Además había cumbiambas los sábados por la noche.


Iglesia de san Juan Bautista, situada frente a la plaza del Centenario, escenario de la histórica masacre de las bananeras.

También llegaron filibusteros atraídos por la bonanza bananera. Entonces los platanales eran tan rentables que todo el mundo los llamaba “oro verde”. La United Fruit Company se había establecido en la zona. Aumentaban las oportunidades, circulaban los dólares. Anualmente se exportaban once millones de racimos.

Los cultivos de banano propiciaron la interacción entre nativos y foráneos. Hace tres días, Juan Armenta, dirigente de Ciénaga, les habló de este tema a los dos turistas. Como a comienzos del siglo XX la colonia francesa era la que más se mezclaba con el pueblo raizal, los cienagueros de entonces usaban la palabra 'monsieur' cuando se dirigían a los extranjeros adultos.

–Pero ¿la pronunciaban así, “monsieur”, o la castellanizaban?
Armenta sonrió con los ojos entrecerrados bajo sus gruesos lentes bifocales.

–Ese es el punto –exclamó–: decían “musiur”.

Luego añadió un dato curioso: había dos nombres genéricos para los extranjeros. Si eran negros se los llamaba “yumecas”, y si eran blancos, “musiures”, así no fueran franceses. Lo de “yumeca” es una historia simpática: cuando a los jamaiquinos cortadores de plátano se les preguntaba qué nacionalidad tenían, respondían en su castellano macarrónico: “yemaica”. Al pasar de boca en boca, la palabra se transformó en “yumeca”. Se utilizaba para ofender, como consta en la canción 'La gota fría':

“Qué cultura, qué cultura va a tener
Un negro yumeca como Lorenzo Morales”.

–Busquemos el apellido Prins –pide uno de los turistas–. Armenta lo incluyó en su lista de inmigrantes yumecas.
Israel Padilla da un vistazo en derredor. Camina, mueve la cabeza en señal de negación. Entonces vuelve al tema que lo inquieta. No hay plazo que no se cumpla ni subida sin bajada. Pregúntenles a los bananeros, que un día pasaron del chorro al goteo. Hay que tomarse en serio la preocupación de su abuela: tantas trinitarias marchitas quizá anuncien algo malo.

Guillermo Henríquez tenía diez años cuando entró sin permiso de nadie a una casona de Ciénaga que le inspiraba curiosidad. Era la hora de asueto posterior al almuerzo, esa hora que en los pueblos tropicales suele convocar a la siesta. Entonces las calles lucen desiertas porque los habitantes prefieren quedarse bajo sus techos para esquivar la canícula.

Henríquez aclara, eso sí, que en Ciénaga aquella hora no era conocida como “la de la siesta” sino como “la de los pianos”. En las familias pudientes siempre había alguien que sabía tocar el instrumento. Por lo general era la señora de la casa, la doña. El piano proporcionaba un respiro en medio del ajetreo doméstico y además era visto socialmente como un símbolo de distinción.

Después del almuerzo el sector de los ricos era un embrollo de melodías exquisitas.

Aquella tarde de 1950, al ver las puertas de la mansión abiertas de par en par, Guillermo Henríquez decidió entrar. En la sala se topó con una imagen que lo dejó estupefacto: no había ningún ser humano al frente del instrumento que estaba sonando.

–Yo pensé: mierda, esta casa es de fantasmas, aquí los pianos se tocan solos.

Sin embargo, no sintió que la situación fuera atemorizante sino divertida. Esa misma tarde un adulto le explicó que existe un instrumento llamado pianola, capaz de reproducir mecánicamente la música grabada en un rollo de papel perforado.

Henríquez cita aquella pianola para mostrar el refinamiento de la burguesía local durante los años de esplendor. Como Ciénaga es un puerto frente al mar Caribe, a los ricos les quedaba más fácil abordar un barco para viajar a Europa que un autobús para desplazarse hasta la capital de su propio país. Entonces la comunicación terrestre entre la costa Caribe y la región andina –donde se encuentra Bogotá– era malísima. El viaje tardaba tres días y, debido al mal estado de las rutas, era embarazoso. Ir a Europa por vía marítima demoraba hasta un mes, pero en este caso la duración resultaba amena.

–En el fondo despreciaban a este pueblo tercermundista aunque les permitiera conseguir dinero para viajar al primer mundo. Las señoras tomaban tisana con el dedo meñique parado, mientras conversaban sobre las maravillas que veían en Europa. Lo que más exaltaban era que allá no había zancudos ni jejenes.

Aquellos ricos se creían hidalgos europeos extraviados en el Caribe colombiano. Jugaban cartas a la hora en que el pueblo raso doblaba el lomo en los platanales, comían boquerones malagueños en vez de bonitos criollos. Además gastaban veraneando en Ibiza el dinero que ganaban cultivando en Ciénaga. Matriculaban a sus hijos en universidades de Ámsterdam, compraban ropa en París, tomaban té inglés al caer la tarde.

Henríquez está sentado en un sillón Luis XV que ha pasado por varias generaciones. La casona donde vive fue construida como un teatro por su abuelo Manuel Antonio Henríquez Díaz-Granados. El viejo vivía en Bruselas y por eso había delegado el manejo del negocio. Eran los años veinte, el periodo final de la United Fruit Company.

–Mira, ahí quedaba la taquilla –y la señala con el índice–.

Luego aclara que cuando él nació, en 1940, el teatro ya había desaparecido. Sin embargo, de tanto oírlo nombrar por los mayores fue como si lo hubiera visto desde el principio. También a través de las historias contadas por los adultos vio el campamento de la United Fruit Company y las transformaciones sociales derivadas de su presencia en la zona.

Vio las plantaciones de banano, las mansiones de los gringos, el alambrado alrededor de las oficinas, los contenedores llenos de plátanos. Vio el progreso generado por la bonanza: las primeras vías pavimentadas, la energía eléctrica, el tránsito de los ranchos de palma a las casas de hormigón, el flujo de dólares en el comercio local. Vio los excesos propios de la abundancia repentina: las cumbiambas hasta el amanecer, el auge de los burdeles conocidos eufemísticamente como “academias”. Vio el descontento de los obreros, la conformación del sindicato, las amenazas de los patronos, el estallido de la huelga, los veinticinco mil trabajadores en paro, el enfado de los empresarios, la represión sangrienta del ejército, la masacre del 6 de diciembre de 1928.

Entonces hace un paréntesis para elogiar la forma en que Gabriel García Márquez recreó ese capítulo sangriento de la historia colombiana. Como lo hizo en una novela –'Cien años de soledad'–, muchos incautos suponen que todo lo dicho allí es ficción. Olvidan que Gabo se documentaba con rigor de reportero hasta para crear la trama más delirante. En este caso, explica, inventó que los muertos fueron tres mil porque ese dato no quedó registrado en la historia oficial de Colombia, pero el resto de su versión se ajusta a lo contado por los testigos.

–Además, tú sabes que en estos pueblos la memoria no la hacen los historiadores sino los novelistas.

En el Caribe cualquier suceso se convierte muy pronto en mito. Donde hay un muerto el rumor pone siete, donde hubo una llovizna las habladurías crean una borrasca. La gente entiende que aunque el cuento se deforme al pasar de boca en boca, siempre conserva elementos dignos de crédito. El testimonio oral sirve para que quienes no hayan visto vean, es decir, se sientan testigos.

De modo que Guillermo Henríquez siguió viendo lo que no había visto, gracias a las historias que le contaban.

Vio cómo la United Fruit Company se fue del país después de la masacre. Vio cómo, a pesar de esa tragedia, continuó la producción de banano. Vio más contenedores cargados, más bailes en las plazas, más obras públicas hechas con las ganancias. Después dejó de ver a través del testimonio de los mayores y empezó a hacerlo con sus propios ojos.

Vio la bonanza generada a finales de los años cuarenta por la Compañía Frutera de Sevilla, subsidiaria de la United: entonces se llegaron a cultivar veinte mil hectáreas. Vio otra vez los lujos que se daban las élites. Vio las fluctuaciones en la exportación, gigantesca hoy, escasa mañana. Vio la crisis definitiva de los años sesenta, cuando se reventó la burbuja y se acabó la fantasía. Las tajadas de plátano podrán ser una delicia, pero no mueven la economía mundial como sí lo hace el petróleo. Adiós, fiebre del Oro verde; bienvenidos los cuentos, el mito, lo único que siempre les queda.

–Y cuentos es lo que hay –dice–. Me imagino que cada quien te ha contado el suyo.

–El profesor José Manuel Elías cuenta uno muy bueno del momento en que se acabó la bonanza.

–¿Ah, sí? ¿Cuál es?

Cuando concluyó la época de las vacas gordas muchos ricos venidos a menos pasaron un tiempo viviendo de apariencias. Para mantener la farsa se negaban a buscar trabajo. Un día una señora encopetada no aguantó más y se empleó en la administración pública. Entonces se convirtió en comidilla de los chismosos:

–Anda, mija, Pepita Rodríguez quedó tan arruinada que aceptó un trabajo en la Alcaldía.

–Imagínate tú: ¡en la Alcaldía!

Guillermo Henríquez sonríe. La Bonanza Bananera –advierte –trajo una prosperidad que de otro modo habría sido imposible. Sirvió para educar a varias generaciones, financió fiestas que hicieron felices a muchas personas, permitió desarrollar esa arquitectura generosa que hoy es tan aplaudida.

–Mira las casas. Ya ningún urbanista las construye así.

–Casas grandes para que quepan todos los pianos de la memoria.

–Sí, eso.

Zoila Rosa Pérez Suescún sobrevivió a un cáncer de seno. Desde entonces está aferrada a sus dos pasiones, la poesía y la floricultura. Anoche escribió un poema, hoy madrugó a atender su jardín. Allí tiene heliconias, helechos y trinitarias.

–¿Las trinitarias no se le han marchitado?

–En absoluto. Todas mis flores están frescas.

–Por ahí andan diciendo que hay demasiadas trinitarias marchitas en el pueblo.

–Puras habladurías.

Entonces cuenta que durante los últimos días solo ha visto trinitarias lozanas. Cuando va por la calle suele espiar las flores que encuentra a su paso. Ayer vio unas muy bonitas frente a la antigua estación del ferrocarril, el lugar donde fue cometida la masacre de las bananeras.

Caminar, por cierto, es otra de sus pasiones. Para no exponerse al sol bravo de Ciénaga prefiere hacerlo al caer la tarde. Uno de sus sitios favoritos es la playa. Le encanta ver el ocaso, mientras las bandadas de alcatraces planean sobre el mar. También le gusta contemplar el barrio aledaño a la costa. Está poblado por paisanos capaces de resistir todos los olvidos. Llevan una rutina tan elemental como heroica. Pescan por las madrugadas, juegan dominó por las tardes. Se mantienen en pie aunque hayan sido ignorados.

Entonces protesta porque se habla en exceso del pasado y poco del presente. Se le gasta demasiada tinta a las vacaciones de los cienagueros en Europa y a la presencia de los europeos en Ciénaga, a las bonanzas remotas y a la arquitectura fastuosa del casco histórico. Habría que fijarse más en cómo los cien mil habitantes de hoy van saliendo adelante sin latifundios de fábula y sin sombreros canotier traídos de París.

–¿Sombreros canotier?

–Las señoras los usaban mucho. Pero dejemos el pasado quieto.

Los pobladores actuales –agrega a continuación– se apegan al terruño porque tienen un gran sentido de pertenencia. Levantan un quiosco de palma en el patio para encontrarle más gusto al atardecer, se aferran a sus mecedoras para que ningún viento los desarraigue. Aunque a estas alturas no haya fiebre de oro verde, mantienen plátanos en casa por el mero gusto de comerse unas tajadas fritas al desayuno.

Mientras riega sus matas, Zoila Rosa subraya un paralelismo entre ella y el pueblo, pues ambos sobrevivieron a un azote. Ella, a un cáncer; el pueblo, a una masacre. Pero ahí están en pie de lucha, inventando la primavera cada día.

ALBERTO SALCEDO RAMOS
Especial para EL TIEMPO

Compartir

Twitter Delicious Facebook Digg Stumbleupon Favorites More